El cargador del Nokia 3310 y otros grandes tesoros
Quiero creer, o al menos espero no ser yo el único bicho raro, que la gran mayoría de los mortales tenemos por casa un cajón (o un incluso un cuarto) de los trastos. Ese, al que van prácticamente todas esas cosas que guardamos “por si acaso” aunque en el fondo sepamos perfectamente que las probabilidades de que los vayamos a volver a utilizar alguna vez son tan escasas como la posibilidad de que nos toque la lotería, pero a lo grande, no un reintegro, no. He de admitir que mi Flossy hogar no sólo tiene un cajón de ese tipo, si no que dispongo de varios, son un poco mezcla entre cajón de sastre y “¡Anda! ¡Mira lo que he encontrado! … las entradas de aquel concierto al que fui en el ‘99”.
Y a esos cajones va de todo: Un cargador que ya no es compatible con ningún modelo que exista en el mercado actual, conchas que recogimos cuando fuimos a la playa, un carrete de fotos sin revelar cuando hace ya años que el último comercio donde revelar carretes en nuestra ciudad cerró sus puertas para siempre, cables sueltos que ni nos acordamos de que son, un folleto medio arrugado de un viaje a Egipto que “algún día” haríamos. En resumen, todo aquello que no tenemos muy claro dónde colocar, de lo que aún no hemos decidido si lo vamos a desechar o a guardar, trastos rotos que “cualquier día de estos tenemos que arreglar” (alerta de spoiler: “Cualquier día de estos” rara vez llega), además de cualquier otra cosa “por si acaso” que te puedas imaginar. Incluso cuando buscamos algo y no lo encontramos, solemos mirar también en ese cajón, a ver si es que lo pusimos ahí.
Se preguntará el atento lector que ¿a que viene esa reflexión sobre los cajones de sastre (o cajón desastre, nunca estoy del todo segura, porqué he encontrado ambas acepciones) que todos tenemos? Y la respuesta es: La reflexión realmente no es sobre ese cajón en sí, es más bien sobre la pregunta que me hice el otro día, precisamente buscando algo (que por cierto no encontré) en ese cajón. ¿Por qué? ¿Por qué guardamos cosas que jamás volvemos a utilizar? ¿Por qué tenemos ese cajón o rincón en el que las cosas no se tiran, si no que se guardan “por si acaso”? Por si acaso necesito ese adaptador. Por si acaso retomo ese proyecto. Por si acaso esa amiga de la que no sabemos nada desde hace años vuelve y necesita que le devuelva esa camiseta.

Porqué lo que guardamos ahí no son sólo cosas, no son sólo trastos. Son emociones, son recuerdos, son ilusiones, representan algo para nosotros. El objeto en sí, en el fondo no es más que un pretexto.
El cargador antiguo no lo guardamos por su funcionalidad (que sabemos perfectamente que ya, no la tiene), si no porque de alguna manera nos conecta con un tiempo que en nuestra memoria guardamos como más simple, menos actualizable.
Ese folleto medio arrugado de Egipto no es sólo un pedazo de papel. Es nuestra versión de hace unos años que los domingos por la tarde en su sofá planificaba ese viaje con mucha ilusión y aunque nunca he llegado a ir, no quiero simplemente tirarlo. Porque tirarlo sería cómo admitir que esa ilusión se quedó por el camino.
En el fondo sabemos perfectamente que ese carrete de fotos ya no lo vamos a revelar, entre otras cosas porque ya apenas hay donde, pero lo guardamos porque recordamos aquel viaje en el que lo llenamos de imágenes capturadas, como algo especial.
No guardamos esas cosas porque sean útiles, ni porque puedan serlo en el futuro, si no porque en el fondo nos conectan con una parte importante de nuestro pasado. Nos ayudan a recordar quienes fuimos, qué cosas vivimos y que baches superamos. Y a veces también son una forma de apego a una versión de nosotros mismos que ya no existe o a un futuro que un día imaginamos, pero que nunca llegó de la manera que entonces imaginamos. Es la esperanza de que, tal vez, algún día volvamos a estar más delgados para que nos quepan de nuevo esos pantalones o que volvamos a necesitar esa tostadora que compramos para nuestra primera casa cuando nos independizamos y que ya no funciona, pero que “cuando tenga un rato miro a ver si la puedo arreglar”.
Los minimalistas entre nosotros, al leer este post probablemente estén a dos pasos de que les entren sudores fríos. Habrá quien diga que el desapego a todo este tipo de trastos puede ser liberador. Pero yo creo que, si ese cajón de los trastos nos hace feliz, no hay necesidad de vaciarlo o de deshacernos de todos nuestros recuerdos sin ton ni son. Simplemente de vez en cuando, para mantener cierto equilibrio y dejar espacio a nuevos futuros recuerdos, abrir ese cajón con cariño, ver que objetos nos siguen dando la alegría de ese recuerdo y, si la respuesta es no, plantearnos si no será el momento de dejarlo ir y dejar hueco para los recuerdos que aún están por llegar.

Hola, Flossy, pues totalmente de acuerdo contigo. La verdad es que no había reflexionado sobre el por qué de atesorar todas esas antiguallas, pero, es cierto, son recuerdos. Y el día que te deshaces de esas cosas, parece que se va una parte de ti con ellas. Efectivamente, puede ser liberador.
Yo también tengo algún cajón así y lo que me ha pasado alguna vez es que he necesitado eso que tiré cuando tuve que hacer limpieza en el cajón porque no cerraba… Lo que provoca que tire pocas cosas, aunque tengo días, como me dé el nervio no dejo ni al marido en el sofá, ¡todo a la basura!
Un abrazo. 🤗
Me suena, Merche. Eso de hacer limpieza y justo unos días después necesitar justo lo que tiraste (y que por cierto, no habías tocado en años) es un clásico.
Un gran abrazo